Salí casi subrepticiamente de casa a eso de las tres de la madrugada, enfundada en un plumífero y con gorro de lana. Y ella brillaba ya mordida.
A eso de las tres y media, ateridos de frío, estábamos en lo alto del parque, junto a la Casa de las Ciencias. Poco a poco fue perdiendo brillo y ganando en esfericidad hasta que, suspendida por delante del telón de estrellas, pareció apagarse por completo. Y vuelta hacia atrás.
Contemplé absorta no sólo la luna de sangre sino también y perfectamente todo el casquete desde Orión a Casiopea, Las Pléyades incluídas. Incluso pude contar dos estrellas fugaces.
Porque anoche me fuí a observar el eclipse de Luna, ese que
dicen que no se pudo ver desde aquí.